Un mundo sin diferencias es tan temible como un arcoíris
gris
Andan los lobos en manadas. Su ferocidad va delante de ellos
y detrás van sus sombras, estiradas por el último sol del atardecer. Primero la ferocidad, después los lobos, después las
sombras. Las manadas recorren los caminos del bosque.
El bosque, que los conoce bien, sabe que se acerca una
muerte. Porque los lobos tienen hambre, un hambre enorme y antigua tal como si
jamás hubiesen comido ni ellos ni sus padres ni sus abuelos. Con las orejas alertas, los hocicos entreabiertos y los
colmillos en su sitio, la manada va en busca de su presa. Pero (si no hay
pero, no hay cuento), a veces, las cosas cambian, se sacuden .

Un día dejaron de mirar la luna y empezaron a mirar con
curiosidad las luces de los fuegos que encendían los hombres. Otro día soñaron que cuidaban ovejas, que sus hocicos
encontraban el rastro de los perdidos, que sus ojos deshacían oscuridad. Y mientras soñaban movían la cola y bajaban las orejas.
Con el tiempo los animales que no querían, no sabían o no
podían ser iguales al resto de las manadas se fueron rezagando. La inquietud,
las burlas y las rabias de sus compañeros se transformaron en distancia y
soledad. Entonces, en esta pradera y en aquel bosque, ellos tomaron otro camino.
Viven hoy muy cerca de los hombres, más de los hombres que
de la luna, y tienen los nombres que les pone el amor.