miércoles, 23 de abril de 2014

23 de abril, Día Internacional del Libro



Cada 23 de abril, desde 1996, se festeja el Día internacional del Libro. Es una conmemoración celebrada a nivel mundial con el objetivo de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor. Fue propuesto este día porque coincide con el fallecimiento de Miguel de Cervantes, de William Shakespeare y del Inca Garcilaso de la Vega, entre otros. 

lunes, 21 de abril de 2014

"Aplicación", alternativa a "app"


Aplicación es una alternativa adecuada en español para referirse a app, un acortamiento del término inglés application, que se utiliza cada vez con más frecuencia para aludir a un 'tipo de programa informático diseñado como herramienta que permite al usuario realizar diversos trabajos'.

Aplicación se recoge en el Diccionario del estudiante de la real Academia Española como término propio del lenguaje de la informática con el significado de 'programa o conjunto de programas que permiten realizar una tarea determinada', acepción que encaja perfectamente con el significado de application y app.

Si se desea abreviar el término aplicación, se considera adecuada la alternativa apli, de la que se registran casos en los medios de comunicación, en las redes sociales y, sobre todo, en la lengua coloquial, y que sigue la pauta de otros acortamientos asentados en el español, como bici, tele... Su plural es aplis.

En el caso de que se prefiera usar los términos ingleses, ya sea app o application, lo adecuado es escribirlos en cursiva o entrecomillados si no se dispone de ese tipo de letra.

Fuente: Fundéu (Fundación del Español Urgente)


lunes, 14 de abril de 2014

La mujer que escribió un diccionario, de Gabriel García Márquez


Hace tres semanas, de paso por Madrid, quise visitar a María Moliner. Encontrarla no fue tan fácil como yo suponía: algunas personas que debían saberlo ignoraban quién era, y no faltó quien la confundiera con una célebre estrella de cine. Por fin logré un contacto con su hijo menor, que es ingeniero industrial en Barcelona, y él me hizo saber que no era posible visitar a su madre por sus quebrantos de salud. Pensé que era una crisis momentánea y que tal vez pudiera verla en un viaje futuro a Madrid. Pero la semana pasada, cuando ya me encontraba en Bogotá, me llamaron por teléfono para darme la mala noticia de que María Moliner había muerto. Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años. María Moliner —para decirlo del modo más corto— hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y —a mi juicio— más de dos veces mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos tenía, contestó: “Dos varones, una hembra y el diccionario”. Hay que saber cómo fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esa respuesta.

María Moliner nació en Paniza, un pueblo de Aragón, en 1900. O, como ella decía con mucha propiedad: “En el año cero”. De modo que al morir había cumplido los ochenta años. Estudió Filosofía y Letras en Zaragoza y obtuvo, mediante concurso, su ingreso al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España. Se casó con don Fernando Ramón y Ferrando, un prestigioso profesor universitario que enseñaba en Salamanca una ciencia rara: base física de la mente humana. María Moliner crió a sus hijos como toda una madre española, con mano firme y dándoles de comer demasiado, aun en los duros años de la guerra civil, en que no había mucho que comer. El mayor se hizo médico investigador, el segundo se hizo arquitecto y la hija se hizo maestra. Solo cuando el menor empezó la carrera de ingeniero industrial, María Moliner sintió que le sobraba demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió ocuparlo escribiendo un diccionario. La idea le vino del Learner's Dictionary, con el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no solo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se incluyen otras con las que pueden reemplazarse. “Es un diccionario para escritores”, dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con mucha razón. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en cambio, las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo. Fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951. Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. “Siempre le faltaban dos años para terminar”, me dijo su hijo menor. Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967 —presionada sobre todo por la Editorial Gredos, que la esperaba desde hacía cinco años— dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.

Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticias a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos”, dijo en una entrevista. “Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad”. Solo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.

Pasó sus últimos años en un apartamento del norte de Madrid, con una terraza grande, donde tenía muchos tiestos de flores, que regaba con tanto amor como si fueran palabras cautivas. Le complacían las noticias de que su diccionario había vendido más de 10 000 copias, en dos ediciones, que cumplía el propósito que ella se había impuesto y que algunos académicos de la lengua lo consultaban en público sin ruborizarse. A veces le llegaba un periodista desperdigado. A uno que le preguntó por qué no contestaba las numerosas cartas que recibía le contestó con más frescura que la de sus flores: “Porque soy muy perezosa”. En 1972 fue la primera mujer cuya candidatura se presentó en la Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a romper su venerable tradición machista. Solo se atrevieron hace dos años, y aceptaron entonces la primera mujer, pero no fue María Moliner. Ella se alegró cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de admisión. “¿Qué podía decir yo”, dijo entonces, “si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines?”.

Gabriel García Márquez, El país, 10/02/1981

martes, 8 de abril de 2014

"Stalkear", algunas alternativas en español



Acechar, acosar o espiar son alternativas en español preferibles a stalkear, término que se emplea con el significado de 'seguir a alguien en las redes sociales para obtener información y observar sus movimientos'.


El término stalkear es una adaptación del inglés stalking, que suele traducirse como 'acechar', 'espiar' o 'acosar', según el contexto en el que se encuentre o el matiz que se quiera ofrecer. La existencia de alternativas en español hace que sea innecesario el uso del extranjerismo. Tampoco son recomendables las adaptaciones de menor uso estalkear o estalquear.

En referencia a la persona que realiza esta acción, se recomienda usar sustantivos como acechador o acosador como alternativa a stalkeador o stalker.

Fuente: Fundéu (Fundación del Español Urgente)

jueves, 3 de abril de 2014

Confusiones gastronómicas


¿Especies o especias?

En la gastronomía a veces surgen pequeñas confusiones sobre el uso de algunos términos. Una equivocación muy frecuente es la de decir especies en lugar de especias.

Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra especia se refiere a una 'sustancia vegetal aromática que sirve de condimento', mientras que el término especie se aplica a 'cada uno de los grupos en que se dividen los géneros y que se componen de individuos que, además de los caracteres genéricos, tienen en común otros caracteres por los cuales se asemejan entre sí y se distinguen de los de las demás especies. La especie se subdivide a veces en variedades o razas'. La canela, la pimienta, el azafrán son especias no especies.