viernes, 27 de junio de 2014

Mayúscula o minúscula en los meses, los días de la semana y las estaciones del año


Salvo que la mayúscula venga exigida por la puntuación (a comienzo de texto o después de punto), los nombres de los días de la semana, de los meses y de las estaciones del año se escriben en español con minúscula inicial: "Nació el pasado martes, 22 de noviembre", "En Caracas, a 6 de mayo de 2005", "Esta primavera ha llovido mucho".
Solo se inician con mayúscula cuando forman parte de nombres propios, de fechas patrias o de festividades: "La casa queda en la avenida 9 de Julio", "Hoy es el Día de la Primavera", "Mañana es Viernes Santo".

viernes, 20 de junio de 2014

Similares, pero distintas



Hay muchas palabras que al oído suenan similares, pero se escriben de distinta manera y sus significados son totalmente diferentes (palabras homófonas). Por ejemplo:

- Reciente (de recién), resiente (de resentir): "Este dolor es muy reciente", "El jugador se resiente de la lesión".

- Rebelar (de sublevar), revelar ((de descubrir): "Se rebeló ante la sociedad injusta", "Me reveló sus peores secretos".

- Tuvo (de tener), tubo (de luz o caño): "Él tuvo toda la culpa de la tragedia", "El tubo de luz se rompió".

- Calló (de callar), cayó (de caer): "Se calló después de que lo retaran", "Se resbaló y cayó por las escaleras".

Fuente: ¡Ay!, ahí hay un error

viernes, 13 de junio de 2014

13 de junio, Día del Escritor


En Argentina, cada 13 de junio se celebra el Día del Escritor. En esta fecha se conmemora el nacimiento de Leopoldo Lugones (poeta, ensayista, periodista y político argentino). Nació en 1874 en Córdoba y, entre muchas de las obras que emprendió, fundó la Sociedad Argentina de Escritores. Falleció en 1938, a los 64 años. Acá compartimos uno de sus microrrelatos:

"El espíritu nuevo"

En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús disputaba con las cortesanas.

—La Magdalena se ha enamorado del rabí —dijo una.

—Su amor es divino —replicó el hombre.

—¿Divino?... ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?

—No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.


jueves, 5 de junio de 2014

“El hacha pequeña de los indios”, de Abelardo Castillo


Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso esta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha solo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como esta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a esta. Solo que aquella era de palo y esa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa —linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero—, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un hijo”, había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.