
Después, ella hizo un alocado paso de baile y
una reverencia y agregó que por eso esta era una noche especial, mientras él,
incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a
la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha
solo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella
le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a
murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no
tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se
hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y
agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó
mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin
usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en
los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como esta, en el
mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de
un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne)
viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al
lobo empuñando un hacha parecida a esta. Solo que aquella era de palo y esa
estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y
cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual
que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a
las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados
y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel
noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos
artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño
que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga
madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan
limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de
música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a
los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era
hermosa —linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará
feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no
aceptó el dinero—, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado
de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana
que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y
al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que
la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una
pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy
haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo
mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la
sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo,
de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para
siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar
cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin
esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella,
la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y
llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras
esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen
siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la
habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias
de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de
que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con
el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un
hijo”, había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una
reverencia.