Caminaban lentamente por la calle, a eso de las
diez de la noche, hablando con tranquilidad. No tenían más de treinta y cinco
años. Estaban muy serios.
—Pero ¿por qué tan temprano? —dijo Smith.
—Porque sí —dijo Braling.
—Tu primera salida en todos estos años y te vuelves
a casa a las diez.
—Nervios, supongo.
—Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante
diez años he tratado de sacarte a beber una copa. Y hoy, la primera noche,
quieres volver en seguida.
—No tengo que abusar de mi suerte —dijo Braling.
—Pero ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a
tu mujer?
—No. Eso sería inmoral. Ya verás.
Doblaron la esquina.
—De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero
has tenido mucha paciencia con ella. Tu matrimonio ha sido terrible.
—Yo no diría eso.
—Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá,
en 1979, cuando ibas a salir para Río.
—Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir.
—Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el
cabello, y te amenazó con llamar a la policía si no te casabas con ella.
—Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo.
—Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste,
¿no es así?
—En eso siempre fui muy firme.
—Pero sin embargo te casaste.
—Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi
madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese terminado con ellos.
—Y han pasado diez años.
—Sí —dijo Braling, mirándolo serenamente con sus
ojos grises—. Pero creo que todo va a cambiar. Mira.
Braling sacó un largo billete azul.
—¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El cohete del
jueves!
—Sí, al fin voy a hacer mi viaje.
—¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero ¿y
tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una escena?
Braling sonrió nerviosamente.
—No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro
dentro de un mes y nadie habrá notado mi ausencia, excepto tú.
Smith suspiró.
—Me gustaría ir contigo.
—Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente
un lecho de rosas, ¿eh?
—No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo
exagera. Es decir, después de diez años de matrimonio, ya no esperas que tu
mujer se te siente en las rodillas dos horas todas las noches; ni que te llame
al trabajo doce veces al día, ni que te hable en media lengua. Y parece como si
en este último mes se hubiese puesto todavía peor. Me pregunto si no será una
simple.
—Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno,
llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi secreto? ¿Cómo pude salir esta noche?
—Me gustaría saberlo.
—Mira allá arriba —dijo Braling.
Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro.
En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de treinta y
cinco años, de sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote minúsculo se
asomó y miró hacia abajo.
—Pero, cómo, ¡eres tú! —gritó Smith.
—¡Chist! ¡No tan alto!
Braling agitó una mano. El hombre respondió con un
ademán y desapareció.
—Me he vuelto loco —dijo Smith.
—Espera un momento.
Los hombres esperaron. Se abrió la puerta de calle
y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes salió cortésmente a
recibirlos.
—Hola, Braling —dijo.
—Hola, Braling —dijo Braling.
Eran idénticos. Smith abría los ojos.
—¿Es tu hermano gemelo? No sabía que…
—No, no —dijo Braling serenamente—. Inclínate. Pon
el oído en el pecho de Braling Dos. Smith titubeó un instante y al fin se
inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas. Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
—¡Oh,
no! ¡No puede ser!
—Es.
—Déjame escuchar de nuevo.
Tlc-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
Smith
dio un paso atrás y parpadeó, asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos
tibios y las mejillas del muñeco.
—¿Dónde lo conseguiste?
—¿No está bien hecho?
—Es increíble. ¿Dónde?
—Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos.
Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador
y sacó una tarjeta blanca.
MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA
Duplicados de sus amigos o de usted mismo. Nuevos Modelos 1990 de humanoides plásticos, desde 7600 a 15 000 dólares, modelo de lujo. Funcionamiento garantizado.
—No —dijo Smith.
—Sí —dijo Braling.
—Claro que sí —dijo Braling Dos.
—¿Desde cuándo lo tienes?
—Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el
cajón de las herramientas. Mi mujer nunca baja, y solo yo tengo la llave del
cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé al sótano, saqué
a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi
mujer, mientras yo iba a verte, Smith.
—¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de
Bond Street y tabaco Melachrinos!
—Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me
comporto correctamente. Al fin y al cabo, mi mujer me necesita a mí. Y esta
marioneta es igual a mí, hasta el último detalle. He estado en casa toda la
noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto otro
caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo
vuelva de Río, Braling Dos volverá a su cajón. Smith reflexionó un minuto o
dos.
—¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? —preguntó al fin.
—Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede
hacer cualquier cosa: ;comer, dormir, transpirar cualquier cosa, y de un modo
totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer, ¿no es cierto, Braling Dos?
—Su mujer es encantadora —dijo Braling Dos—. Estoy
tomándole cariño.
Smith se estremeció.
—¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.?
—Secretamente, desde hace dos años.
—Podría yo… quiero decir, sería posible… —Smith
tomó a su amigo por el codo—. ¿Me dirías dónde puedo conseguir un robot, una
marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es cierto?
—Aquí la tienes.
Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos.
—Gracias —dijo—. No sabes lo que esto significa. Un
pequeño respiro. Una noche, una vez al mes… Mi mujer me quiere tanto que no me
deja salir ni una hora. Yo también la quiero mucho, pero recuerda el viejo
poema: "El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas". Solo deseo que
ella afloje un poco su abrazo.
—Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te
quiere. La mía me odia. No es tan sencillo.
—Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea
consistirá en que me quiera cómodamente.
—Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras
estoy en Río. Mi mujer se extrañará si desaparecieras de pronto. Tienes que
tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.
—Tienes razón. Adiós. Y gracias.
Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y
Braling Dos se encaminaron hacia la casa. Ya en el ómnibus, Smith examinó la
tarjeta silbando suavemente.
Se ruega al señor cliente que guarde el secreto. Aunque ha sido presentado al Congreso un proyecto para legalizar
Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots.
—Bueno —dijo Smith.
Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una
muestra del color de los ojos, labios, cabellos, piel, etc. El cliente deberá
esperar dos meses a que su modelo esté terminado.
No es tanto, pensó Smith. De
aquí a dos meses, mis costillas podrán descansar al fin de los apretujones
diarios. De aquí a dos meses, mi mano se curará de esta presión incesante. De
aquí a dos meses, mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal. No
quiero parecer ingrato, pero… Smith dio vuelta la tarjeta.
Marionetas, S. A.
funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de
satisfechos clientes. Nuestro lema es "Nada de ataduras". Dirección: 43 South
Wesley.
El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó
hasta su casa diciéndose a sí mismo: Nettie y yo tenemos quince mil dólares en
el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un negocio. La marioneta
me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.
Abrió la puerta de su casa y poco después entraba
en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida, gorda, y serenamente dormida.
—Querida Nettie. —Al ver en la semioscuridad ese
rostro inocente, Smith se sintió aplastado, casi, por los remordimientos—. Si
estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me hablarías al oído. Me
haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan cariñosa y
tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado conmigo, y no con Bud
Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía
más enamorada que antes.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de
pronto deseos de besarla, de confesarle su amor, de hacer pedazos la tarjeta,
de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie sintió que la
mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos
desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las habitaciones
oscuras. Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del
escritorio y sacó la libreta de cheques.
—Solo ocho mil dólares —dijo—. No más. —Se detuvo—.
Un momento.
Hojeó febrilmente la libreta.
—¡Pero cómo! —gritó—. ¡Faltan diez mil dólares! —Se
incorporó de un salto—. ¡Solo quedan cinco mil!
¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero?
¿Más sombreros, más vestidos, más perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha comprado aquella casita
a orillas del Hudson de la que ha estado hablando durante tantos meses! Se
precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de
disponer así del dinero? Se inclinó sobre su mujer.
—¡Nettie! —gritó—. ¡Nettie, despierta!
Nettie no se movió.
—¡Qué has hecho con mi dinero! —rugió Smith.
Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle
brillaba en sus hermosas mejillas. A Nettie le pasaba algo. El corazón de Smith
latía con violencia. Se le secó la boca. Se estremeció. Se le aflojaron las
rodillas.
—¡Nettie, Nettie! —dijo—. ¿Qué has hecho con mi
dinero?
Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror
y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión. Smith se inclinó hacia
ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente,
irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.
—¡Nettie! —gritó.
Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
Mientras Smith se alejaba por la avenida,
internándose en la noche, Braling y Braling Dos se volvieron hacia la
puerta de la casa.
—Me alegra que él también pueda ser feliz —dijo
Braling.
—Sí —dijo Braling Dos distraídamente.
—Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos.
—Precisamente quería hablarle de eso —dijo el otro
Braling mientras entraban en la casa—. El sótano. No me gusta. No me gusta ese
cajón.
—Trataré de hacerlo un poco más cómodo.
—Las marionetas están hechas para andar, no para
quedarse quietas. ¿Le gustaría pasarse las horas metido en un cajón?
—Bueno…
—No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo
de pararme. Estoy perfectamente vivo y tengo sentimientos.
—Esta vez solo será por unos días. Saldré para Río
y entonces podrás salir del cajón. Podrás vivir arriba. Braling Dos se mostró
irritado.
—Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré
al cajón.
—No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo
difícil.
—Nos conocen poco —dijo Braling Dos—. Somos muy
nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada imaginarlo al sol, riéndose, mientras yo
me quedo aquí pasando frío.
—Pero he deseado ese viaje toda mi vida —dijo
Braling serenamente.
Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las
arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba la mente. El sol le
acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.
—Yo nunca podré ir a Río —dijo el otro—. ¿Ha
pensado en eso?
—No, yo…
—Y algo más. Su esposa.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Braling alejándose
hacia la puerta del sótano.
—La aprecio mucho.
Braling se pasó nerviosamente la lengua por los
labios.
—Me alegra que te guste.
—Parece que usted no me entiende. Creo que… estoy
enamorado de ella.
Braling dio un paso adelante y se detuvo.
—¿Estás qué?
—Y he estado pensando —dijo Braling Dos— qué
hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré ir… Y he pensado en su esposa y… creo que podríamos ser
muy felices, los dos, yo y ella.
—M-m-muy bien. —Braling caminó haciéndose el
distraído hacia la puerta del sótano—. Espera un momento, ¿quieres? Tengo que llamar por
teléfono.
Braling Dos frunció el ceño.
—¿A quién?
—Nada importante.
—¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles
que vengan a buscarme?
—No, no… ¡Nada de eso!
Braling corrió hacia la puerta. Unas manos de
hierro lo tomaron por los brazos.
—¡No se escape!
—¡Suéltame!
—No.
—¿Te aconsejó mi mujer hacer esto?
—No.
—¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada?
Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca.
—No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá
nunca.
Braling se debatió.
—Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber
influido en ti!
—Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la
llave y compraré otro billete para Río, para su esposa.
—¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures.
Hablemos con tranquilidad.
—Adiós, Braling.
Braling se endureció.
—¿Qué quieres decir con "adiós"?
Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los
ojos. Se llevó la mano a la mejilla. Alguien la había besado. Se estremeció y
alzó la vista.
—Cómo… No lo hacías desde hace años —murmuró.
—Ya arreglaremos eso —dijo alguien.
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