Si salía, encerraba a los gatos.
Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás
de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se
acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco,
seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes,
grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la
salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en
aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato
mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el
espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía
el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado,
isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor
parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y
contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco
ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable
hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la
solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos
cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para
permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen
meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno
del contemplador.
Las distracciones que antes
debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían
terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al
espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían
las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil,
podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo.
Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de
aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad.
Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya
casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los
muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía.
Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de
carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del
hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque
Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su
espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la
acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía
iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban
como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a
la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín
lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero
cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la
contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el
llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos,
electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal,
una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí
vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se
estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con
suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos
cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas,
y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil
los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la
posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos.
Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando
desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del
espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la
penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó
a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la
gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la
luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un
muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron
después en la sala solo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras,
desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo
urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al
dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado,
conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron
a destrozarle la ropa.